Desde que descubrí el regalo de la Fe, no quiero vivir de otra forma

Casada y madre de tres niños, sufrí la pérdida de mi madre al poco de nacer. Mi niñez, sin embargo, transcurrió en paz gracias al apoyo especial de una tía. La llegada de la adolescencia y otras ausencias causaron en mí una dura crisis personal de la que sólo salí gracias a mi reencuentro con Dios.

Con menos de dos años

Perdí a mi madre cuando tenía menos de dos años pero estoy convencida de que tuve una infancia feliz. Como una forma de rearmar nuestro núcleo familiar, nos trasladamos al campo familiar donde también empezó a vivir mi tía paterna y su familia.

Con mi tía Pilar

En el colegio se admiraban de cómo afronté la ausencia de mi madre. Y es que emocionalmente el papel lo suplió mi tía Pilar. Ella me enseñó a ofrecer el día y a rezar en las noches; y dada su inclinación por lo político y lo social, me inculcó la entrega hacia los demás.

Perder a mi padre

Este mundo sucumbió para mí cuando mi padre decidió casarse nuevamente y trasladarse a vivir a otro lugar. Tenía quince años y empecé a experimentar la angustia de perder mi “familia ideal”.

Llenaba mi soledad con amigos y panoramas. El problema era que cuando se acabada la fiesta sentía una angustia atroz.

En el colegio me empecé a retraer. No soportaba la nueva situación y hacía todo para complicarle la vida a mi papá. Los años siguientes fueron difíciles. Tenía mis necesidades materiales cubiertas pero me sentía abandonada y mi carácter, cada vez más hosco, me jugaba malas pasadas. Llenaba mi soledad con amigos y panoramas. El problema era que cuando se acabada la fiesta sentía una angustia atroz. Me transformé en una adolescente indiferente y mi único cable a tierra siguió siendo mi tía.

Comencé un noviazgo con mi marido, pero nuestra relación era básicamente un pololeo entretenido y yo no contaba con él para las decisiones importantes.

Ángela Urrutia

Otra pérdida

El año 2003 sufrí otra pérdida: mi tía Pilar falleció producto de un cáncer, al igual que mi madre. Ese acontecimiento precipitó una serie de decisiones, entre ellas mi matrimonio y el comienzo de mis crisis de angustia.

Con mi esposo nos trasladamos a vivir a Temuco, siguiendo con la dinámica de rodearnos de amigos y panoramas. Teníamos todo a lo que un matrimonio podría aspirar: casa, hijos, dinero, pero aún así, yo no era feliz. Sentía que la vida me la estaba ganando e incluso comencé a distanciarme con Cristián.

Pero la semilla que plantó mi tía brotó. Recuerdo cómo en una discusión le hice ver a mi marido que estaba cansada de pelear. Yo había crecido en una familia bien constituida y sabía que había una mejor forma de vivir. Me faltaba algo e intuía que era la Fe, una relación con Dios.

Dos propósitos

En ese dilema estaba cuando me invitaron a una clase de formación cristiana que dirigía una persona del Opus Dei. Allí le abrí mi corazón a la amiga que me llevó. Le conté sobre mis dificultades matrimoniales. Ella –después de escucharme- me hizo poner en perspectiva mis problemas. Me mostró que éstos pasaban más por mi carácter. Tras el encuentro fijamos dos propósitos: el primero, que me esforzaría por recibir a mi marido con una sonrisa y un detalle diario; y el segundo, que buscaría un sacerdote para confesarme.

Mi marido, mis tres hijos y yo

Fue gracioso como un rico té salvó mi matrimonio. Pasamos de un círculo vicioso de peleas y malas caras a uno virtuoso donde el buen ambiente empezó a ser la tónica. De hecho, él ha sido un pilar fundamental en mi cambio de actitud frente a la vida.

La segunda transformación tuvo lugar cuando acudí al sacramento de la Confesión, quedé con un gozo que no había tenido nunca. La comparo quizás con los nacimientos de mis hijos, pero sin la angustia del parto. Era felicidad en su estado puro.

"La confesión me dio un gozo que no había experimentado nunca"

A esa altura había empezado a rezar y a leer “Amigos de Dios” y todo me empezó a cobrar sentido. Era como si hubiera estado ciega y ahora veía aspectos que tenían que ver con la pureza, el desprendimiento, la generosidad, el darse a los demás… con el amor a Dios, en definitiva.

Como cuando se descubre un tesoro

Desde que descubrí el regalo de la Fe, no quiero vivir de otra forma. Nunca más miré atrás. Es igual a cuando se descubre un tesoro y se hace lo imposible por no perderlo.

En este camino, considero con frecuencia una reflexión de san Josemaría en torno a la Fe: “Hay momentos en los que, tal vez por nuestra falta de correspondencia a la gracia, dejamos de ver la luz. En otras ocasiones, el Señor permite esa oscuridad para probar nuestra fe y nuestra lealtad. Yo he dicho ya hace muchos años que, en el camino hacia Dios, una vez que se ha visto la luz de la gracia, de la llamada, hay que marchar adelante con fe, con entereza, dejando, quizá, jirones de ropa, incluso de carne, en las zarzas del sendero. (…) Hijos míos, después de haber escuchado la voz de Dios, no se puede volver la cara atrás.” (“El Hombre de Villa Tevere”, Pilar Urbano, pág. 427)